Comentario
El 18 de julio de 1873, Nicolás Salmerón fue nombrado presidente por 119 votos. Con él la República inició un viraje de carácter conservador, que llegó a poner en cuestión incluso el principio federal, de hecho enterrado en la sublevación cantonal. La prioridad del Gobierno residió en intentar resolver la guerra carlista y el cantonalismo, dentro de un contexto más amplio de restablecimiento del orden público. El 6 de septiembre dimitió Salmerón, siendo elegido Emilio Castelar presidente por 133 votos, frente a los 67 que apoyaron la vuelta de Pi y Margall. Castelar concretó el giro conservador: las libertades no podían descuidar el orden, y ahora se imponía la conservación de este último.
Así las cosas, Castelar decidió gobernar por decreto, y no tardó en actuar. Disolvió a los voluntarios de la República y suspendió las garantías constitucionales. El autoritarismo emanaba de un Gobierno que recortó en gran medida las libertades constitucionales y se apoyó en un sector del ejército de ideología contraria a la suya. Un ejército que continuó adquiriendo una influencia decisiva, no tanto por su cómoda victoria sobre el movimiento cantonal como por su actuación en la guerra carlista. Convertido en una auténtica guerra civil, el conflicto carlista había avanzado de forma importante no sólo en el País Vasco, Navarra y el interior de Cataluña, sino por buena parte del territorio español, aunque no siempre con la misma fuerza. En Andalucía, Castilla, Galicia y otras zonas se localizaron sólo partidas menores, mientras el grueso del carlismo se concentraba en sus feudos tradicionales.
Fue allí donde, con el apoyo de varias potencias europeas, que preferían un régimen conservador en España, el carlismo había comenzado a sentar las bases de un Estado propiamente considerado, con sus mecanismos administrativos. Los ayuntamientos y diputaciones, base del Estado carlista y principales financiadores de las cargas militares, se reorganizaron bajo principios forales. Intentaron regularizar la vida económica e impulsaron la instrucción pública, favoreciendo la lengua autóctona y restableciendo viejas instituciones culturales. El carlismo contaba, además, con una base sociológica amplia, cuya composición rebasaba el tradicional espacio rural para extenderse a núcleos urbanos, a pesar de su fracaso ante el sitio de Bilbao.
La guerra de Cuba impulsó de igual modo este protagonismo del ejército, aunque el problema allí era muy diferente. De hecho, la República nunca llegó a controlar la situación. Las autoridades de la Isla actuaban con un gran margen de independencia respecto al poder central, que ni el proyecto de estructuración federal del Estado logró amortiguar.
La guerra cubana adquirió una dimensión internacional. Estados Unidos, buscando una mayor presencia, dejaba hacer a los independentistas. En este contexto estalló un delicado asunto diplomático. El barco Virginius transportaba armas y pertrechos para los independentistas cuando fue interceptado por buques españoles, siendo fusilados sus tripulantes. La tensión entre los dos países contribuyó a enturbiar más la situación del Gobierno Castelar en los meses de noviembre y diciembre. A la altura de este último mes, un sector de los diputados a Cortes estaban dispuestos a plantear la cuestión de la confianza al Gobierno, con ocasión de la reapertura de sesiones el 2 de enero de 1874. El 31 de diciembre Figueras, Pi y Salmerón habían decidido la caída de Castelar. Ello desembocaría en un viraje, esta vez hacia la izquierda, posiblemente hacia los postulados del federalismo intransigente. Al menos ésta era la visión de otro sector de los diputados, así como de un ejército dispuesto a intervenir para evitarlo, contando con el concurso de buena parte de los viejos políticos procedentes de la septembrina.